Esa noche nos quedamos estudiando hasta
tarde en el vestíbulo junto a la biblioteca, varios ya se habían ido y
sólo quedábamos Daniel, Martín y yo. Una de las últimas historias que le
habíamos escuchado a Aidan (un irlandés de último año de carrera, medio
loco por el consumo indiscriminado de LSD, ávido contador de historias
curiosas) era que durante la noche se oían ruidos extraños provenientes
del subterráneo, como si algún animal correteara bajo las coladeras de
los patios, e incluso a veces golpeteara la pequeña y maciza puerta
ubicada bajo la escalera de piedra que conectaba la segunda edificación
con la tercera. Se me ocurrió mencionarla como por casualidad, esperando
que eso rompiera un poco con mi aburrimiento y el ambiente de tedio
general.
—¿Eso no solía ser el antiguo
laboratorio? Hasta yo sé que lo cerraron porque el bioterio se les salió
de control y alguien acusó a los profesores de estar haciendo
investigaciones cada vez más inusuales. Las ratas deben estar colándose
para hacer sus nidos allí ahora —intervino Martín, sin siquiera despegar
la vista de las fotocopias sobre la mesa.
—¡Verdad que estaba el bioterio! Si
apenas hace un par de años antes de entrar aquí habilitaron un
laboratorio nuevo, debe haber sido tétrico el estar bajo tierra con todo
eso —se unió Daniel, bastante más interesado.
El diálogo siguió así un buen rato,
intenté hacer lo mejor posible para que no se disolviera y poder
convencerlos de investigar un poco más. Martín sugirió darnos un
descanso para ir al baño y comprar unos cafés. No podía perderme tamaña
oportunidad.
Al salir del vestíbulo, agarré a Daniel
del brazo y lo arrastré hacia un costado de la puerta. Sabiendo que es
bastante influenciable, puse mi mejor sonrisa, y le dije, «Tú me vas a
ayudar». No es difícil darse cuenta de que se inquietó de inmediato, a
medida que lo llevaba a la fuerza a las escaleras de piedra intentaba
decirme que estaba loca, que fuéramos otro día, con Aidan por último,
que conocía mejor los recovecos de toda la facultad y sabría mejor qué
hacer. Finalmente se quedó en silencio detrás de mí mientras yo
examinaba la cerradura de la puerta que conducía al subterráneo. Parecía
algo oxidada y deteriorada por el tiempo y el uso, y la madera
circundante estaba astillada, como si alguien hubiese intentado
someterla.
Me saqué una horquilla del pelo y la
introduje, moviéndola ligeramente. Obviamente no podía ser tan fácil y
se atascó, tuve que sacarla a tirones, pero probé nuevamente hasta
hartarme. Después metí una tarjeta como hacen en las películas entre la
puerta y el marco, hasta que sentí un ligero roce con el cerrojo y
decidí forzarlo un poco más. Daniel miraba.
—¿Y no piensas ayudarme? ¡Ven y abramos
la puerta! —le grité. Empujamos un poco y pareció ceder
sorprendentemente, un poco más de fuerza y de un golpazo logramos
abrirla del todo. Se deslizó chirriante, dejando salir una vaharada de
aire pesado y algo maloliente, y a esas horas no era posible saber si en
algún momento la luz se colaba por las rendijas. Casi por instinto,
busqué un interruptor a los lados, y al accionarlo se encendió un
pequeño bombillo suspendido en una esquina apenas por un par de
alambres. Frente a nosotros, una escalera de fierro de peldaños
individuales y una única baranda con la pintura desgastada. La estancia
era un rectángulo de paredes desconchadas, que terminaba al lado derecho
de las escaleras con algunos casilleros. La explicación de por qué nos
costó tan poco abrir la puerta yacía justo en ese rincón, donde el polvo
parecía haber sido removido a diferencia del resto del lugar, y habían
algunas latas de cerveza aplastadas, colillas de cigarrillos y lo que
quedaba de unos pitillos de marihuana. Claro, cómo iba a ser de otra
manera.
Bajamos. En el otro extremo del espacio, a
la izquierda del final de la escalera, se encontraba una puerta
semicerrada con una placa que rezaba «Laboratorios. Precaución:
Materiales reactivos. Asegúrese de tener la protección adecuada y el
manejo de instrumental necesario».
—¿En serio están haciendo esto? Ali,
tenemos que estudiar —resonó la voz de Martín en el pequeño espacio,
desde lo alto de la escalera. Dejé escapar una exclamación de sorpresa
mientras Daniel daba un saltito hacia atrás. Algo pareció sonar desde el
otro lado de la puerta, probablemente una rata escabulléndose por algún
estante olvidado.
—¡Es ahora o nunca, Martín! —exclamé casi en un susurro.
Cargué mi peso contra la puerta
bruscamente una, dos y tres veces, hasta que noté que algo la trancaba
en su posición. Forcejeé hasta que de un empujón Daniel la abrió. Del
otro lado casi no se podía ver nada, y el olor era terrible, una mezcla
entre húmedo, encerrado y quizás lo que quedó impregnado de la
existencia de animales; pero a pesar de eso encendí el flash del
teléfono móvil y entré, confiando en que Martín y Daniel me seguirían de
cerca.
El corredor continuaba hacia la derecha,
dando un rodeo en forma de L, y de la parte alta de la pared sobresalían
unas placas de metal pintado junto a la puerta indicando los
laboratorios. «Lab3» estaba entreabierta, con el cerrojo notablemente
vencido. Entré, algunos taburetes habían sido volcados y había
instrumental desparramado por todas partes, los restos de vidrios
crujían bajo mis pasos. Aparte del desorden y algunos papeles viejos con
apuntes, no encontré nada más.
Creí escuchar algo al final del pasillo,
así que fui directo hacia allá. En la placa, esta vez se leía «Biot2».
Giré el pomo polvoriento y la puerta se abrió casi sin tener que
moverla; en el interior el mismo desorden, pero un olor pútrido como a
desechos orgánicos parecía haberse impregnado en las paredes, y la
rejilla que daba al exterior apenas hubiera podido ayudar en su momento.
Contra la pared, baterías de jaulas y algunas más pequeñas en unos
estantes, algunas gradillas todavía mantenían sustancias en su interior
sobre una de las mesas. Algo parecía haber desordenado todo
recientemente.
Avancé hacia el otro extremo del salón,
pateando sin querer un tubo de ensayo que rodó ruidosamente bajo alguna
mesa fuera de mi alcance visual, cosa suficiente para ponerme un poco
nerviosa. Decidí seguir adelante, en el otro extremo del salón había una
puerta que daba a un espacio con varias camillas de metal separadas por
cortinas de PVC. Habían unos bultos que parecían ser excremento, pero
más grandes que los de una rata, mucho más. Algo parecido a latas de
alimento y contenedores de poliestireno rotos estaban regados por el
piso, y conforme avanzaba aparecían retazos de tela y mechones de
cabello enredados en varios objetos.
Avanzando hasta el fondo, creí ver un
bulto cubierto de telas sucias bajo una camilla. Conforme me acercaba,
noté que éste temblaba levemente y respiraba de forma agitada. Tenía la
piel carente de toda pigmentación y llena de cicatrices y llagas, y se
le marcaban las vértebras y algunos otros huesos. No pude seguir
avanzando.
Me di cuenta de que había estado pisando
algo parecido a trapos sucios, ensangrentados, y lo que parecían ser
compresas usadas recientemente, algunas arrugadas con envoltorios
plásticos. No era sólo olor a excrementos y orina, era olor a un ser
vivo, sangrante y sucio.
La criatura intentó arrastrarse hacia
otro rincón más oscuro, pero parecía cargar algo que se lo dificultaba,
entonces se quedó ahí, alzando una diminuta cabeza de la que apenas
colgaban unos mechones de pelo largo y muerto. Me miraba directamente
con grandes ojos redondos hundidos en sus cuencas, la nariz apenas era
un tabique y un par de agujeros, que junto a la delgadez de su rostro y
labios retraídos, recordaba el aspecto de los enfermos de porfiria. No
fue hasta que intentó desplazarse de nuevo, que se desplomó y pude ver
que era un ser pequeño, visiblemente desnutrido y que sí se trataba de
un humano. Pero quizás eso no fue lo que más me impresionó. Dejó escapar
un chillido agudo e infantil, y mientras alcanzaba un bulto más pequeño
y enrollado en una manta que había dejado caer al suelo, descubrió
parte de él y vi algo que definitivamente no era humano, sino una
especie de cara deforme y llena de un pelillo fino y oscuro, y de varios
lugares de su cuerpo salían catéteres que alguna vez debieron haber
estado conectados a algo más, junto a una serie de cicatrices. Éste
comenzó a quejarse, no era un llanto, sino un quejido débil que no era
ni tan humano ni tan animal, en tanto que lo que supongo que era su
madre intentaba protegerlo con sus esqueléticos brazos sin dejar de
mirarme.
Sentí un horror indescriptible. Quise
retroceder pero mis pies no me hacían caso. Esa criatura, carente de
todo contacto humano por quién sabe cuánto tiempo, reaccionó rápidamente
y comenzó a lanzarme lo que encontrara por el suelo mientras chillaba e
intentaba esconderse; el bulto peludo se retorcía y quejaba envuelto
por uno de sus brazos. Pensé que en cualquier momento volcaría una
camilla para aventármela o refugiarse detrás.
—¡No! —fue lo único que se me ocurrió gritar mientras recibía asquerosos proyectiles e intentaba cubrirme con las manos.
Afortunadamente, Martín me había seguido
de cerca. Sentí cómo me agarró desde la espalda y me sacó de la
estancia. La criatura seguía chillando, lo que ahora parecía más un
llanto, y Daniel estaba inmóvil del otro lado de la puerta. Uno de
nosotros la cerró al salir, no recuerdo quién, aunque yo estaba segura
de que la horrible criatura no saldría de su rincón. Es imposible saber
si ella o yo estaba más asustada. Sentí algo similar a la lástima.
Pude ver que dentro de todo el desorden
habían unos cuadernos de notas, lápices y jeringas en buen estado. Me
dio asco y un escalofrío recorrió mi espalda. Martín nos arrastró a los
dos rápidamente fuera del pasillo, obligándonos a subir las escaleras
corriendo y cerrando la puerta del subterráneo tras de sí.
—¿¡Pero qué mierda acaba de pasar allá
abajo!? —exclamó mientras se desplomaba sobre uno de los sillones del
vestíbulo, pasándose las manos por la cara—. ¿Alguien puede responderme?
¿Era eso lo que estabas buscando, Ali? ¡Mírate, no puedes negar que
algo ha pasado allí abajo!
Era innegable. Yo lo observaba cubierta
de desechos pestilentes, Daniel se miraba las manos. No podíamos
explicarlo, no había cómo. Ni siquiera nos incumbía meternos ahí.
Decidí tomar mis cosas, le pregunté a
Martín si podía acompañarme camino a casa. Al llegar me di una ducha e
hice lo que pude por dormir. ¿Qué clase de horrores se llevaron a cabo
en esos laboratorios sin el conocimiento de nadie? ¿Cómo explicar
racionalmente lo que había allí abajo?
Semanas después, andábamos por el gran
pasillo cruzando el patio, cuando de repente el profesor Rotts
(genetista de renombre y autor de un sinfín de documentos relacionados
con la investigación genética humana y avances en experimentación
animal) pareció entrar con una bandeja de comida y algunas botellas de
agua por la puerta bajo la escalera de piedra. Algunos dicen haberlo
visto observando las rejillas que dan al subterráneo, y a veces hasta
limpiando los residuos atrapados entre éstas.
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